viernes, 18 de enero de 2013

Virxilio.As arpías.Os cíclopes

                                                      Virxilio



La Eneida (en latín, Aeneis) es una epopeya latina escrita en el siglo I a. C. por Virgilio. La obra fue escrita por encargo del emperador Augusto con el fin de glorificar el imperio atribuyéndole un origen mítico. Con este fin, Virgilio elabora una reescritura, más que una continuación, de los poemas homéricos tomando como punto de partida la guerra de Troya y la destrucción de esa ciudad, y colocando la fundación de Roma como un acontecimiento ocurrido a la manera de los mitos griegos.
Virgilio trabajó en esta obra desde el año 29 a. C. hasta el fin de sus días (19 a. C.) Se suele decir que Virgilio, en su lecho de muerte, encargó quemar la Eneida, fuera porque desease desvincularse de la propaganda política de Augusto o fuera porque no considerase que la obra hubiera alcanzado la perfección buscada por él como poeta.


Fragmento donde aparecen las harpías.

Los Griegos denominan Strofa-
das, unas islas del vasto mar Jónico, donde habitan la cruel
Celeno y las otras arpías, desde que, cerrado para ellas el
palacio de Tineo, el miedo les hizo abandonar sus abundosas
mesas. Jamás salieron de las aguas estigias, suscitados por la
cólera de los dioses, monstruos más tristes ni peste más re-
pugnante; tienen cuerpo de pájaro con cara de virgen, expe-
len un fetidísimo excremento, sus manos son agudas garras,
y llevan siempre el rostro descolorido de hambre...
Apenas desembarcamos en el puerto, vimos esparcidas
por toda la campiña hermosas vacadas y rebaños de cabras
sin pastor. Entrámoslos a cuchillo, ofreciendo a los dioses y
al mismo Júpiter parte de aquella presa; luego disponemos
en la corva playa los hechos y empezamos a comer aquellos
óptimos manjares, cuando de pronto acuden desde los
montes con horrible vuelo las arpías, y batiendo las alas con
gran ruido, arrebatan nuestras viandas y las corrompen todas
con su inmundo contacto, esparciendo en torno, entre sus
fieros graznidos, insoportable hedor. Segunda vez ponemos
las mesas a gran distancia de allí, en una honda gruta, cerrada
por corpulentos árboles, que la cubren de espesísima som-
bra, y restablecemos el fuego en los altares; mas segunda vez
también, desde diversos puntos del cielo, sale la resonante
turba de sus lóbregos escondrijos, revolotea, esgrimiendo sus
garras, alrededor de nuestros manjares y los ensucia con sus
bocas. Mando entonces a mis compañeros que empuñen las
armas y cierren con aquella familia maldita; hácenlo como lo
dispongo, ocultando las espaldas y los broqueles entre la
yerba, y apenas las arpías se dispersan en ruidoso tropel por
las corvas playas, y Miseno, desde un alto risco, da la señal
con una trompeta, las acometen los míos, y en tan nuevo
linaje de lid, acuchillan a aquellas sucias aves del mar; pero su
plumaje impenetrable las preserva de toda herida, y tendien-
do su vuelo por el firmamento en rápida fuga, abandonan la
ya roída presa entre asquerosos rastros de su presencia. Sólo
Celeno quedó posada en una eminente roca, desde donde,
fatal agorera, rompió a hablar en estos términos:
"Hijos de Laomedonte después de habernos movido
guerra, destruyendo nuestros ganados, ¿todavía intentáis
expulsar a las inocentes arpías del reino de sus padres? Oíd,
pues, lo que os voy a decir, y guardad bien en la memoria
estas palabras: Yo, la mayor de las furias, voy a revelaros las
cosas que el Padre omnipotente tiene vaticinadas a Febo, y
Febo me ha vaticinado a mí. A Italia enderezáis el rumbo, y a
Italia os llevarán los vientos invocados; lograréis arribar a sus
puertos, pero no rodearéis con murallas la ciudad que os
conceden los hados, sin que antes horrible hambre, castigo
de la matanza que habéis intentado en nosotras os haya obli-
gado a morder y devorar vuestras propias mesas."
Dijo, y volando fue a refugiarse en la selva. Aquellas pa-
labras helaron de súbito terror la sangre en las venas a mis
compañeros; decayeron los ánimos, y renunciado al medio
de las armas, con votos y preces determinan implorar la paz,
ya sean diosas las arpías, ya crueles e inmundas aves. Mi pa-
dre Anquises, tendiendo en la playa sus manos al cielo, invo-
ca a los grandes númenes y prescribe los sacrificios que
reclama el caso. "¡Apartad, oh dioses". exclama, "esas ame-
nazas! ¡Apartad de nosotros tamaño desastre, y salvad a estos
hombres piadosos!" Enseguida manda cortar los cables y
tender las sacudidas jarcias.
Hinchan los notos nuestras velas y bogamos por las es-
pumosas olas, siguiendo el derrotero que nos señalan los
vientos y el piloto. Ya aparecen en medio del mar la selvosa
Zacinto, y Duliquio, y Samos, y Nerito, toda erizada de pe-
ñascos. Esquivamos los arrecifes de Itaca, reino de Laertes,
maldiciendo aquel suelo, que produjo al cruel Ulises. Pronto
se descubren a nuestra vista las nebulosas cimas del monte
Leucates y el promontorio de Apolo, tan temido de los ma-
rineros. Allí, sin embargo, nos dirigimos fatigados y entra-
mos en la pequeña ciudad: echamos el ancla y amarramos las
naves a la playa.

Fragmento de Los cíclopes


dredumbre y de sangrientos manjares. El monstruo que la
habita es tan alto, que llega con su frente al firmamento (¡Oh
Dioses, apartad de la tierra tamaña calamidad!), nadie osa
mirarle ni hablarle. Son su alimento las entrañas y la negra
sangre de sus miserables víctimas. Yo mismo, yo le vi, cuan-
do tendido en medio de su caverna, asió con su enorme ma-
no a dos de los nuestros y los estrelló contra una peña,
inundando con su sangre todo el suelo; le vi devorar sus

sangrientos miembros, vi palpitar entre sus dientes las carnes
tibias todavía. Mas no quedó impune; no consintió Ulises
tales horrores, no se olvidó de los suyos en tan tremendo
trance el Rey de Itaca. Luego que Polifemo, atestado de co-
mida y aletargado por el vino, reclinó la doblada cerviz y se
tendió cuan inmenso era en su caverna, arrojando por la
boca, entre sueños, inmundos despojos, mezclados con vino
y sangre, nosotros, después de invocar a los grandes núme-
nes, y designados por la suerte los que habían de acometer la
empresa, nos arrojamos todos a la vez sobre él, y con una
estaca aguzada le taladramos el enorme ojo, único que ocul-
taba bajo el entrecejo de su torva frente, semejante a una
rodela argólica o al luminar de Febo; y alegres en fin, ven-
gamos las sombras de nuestros compañeros. Pero huíd, in-
felices, huíd, y cortad el cable que os amarra a la costa...
porque no es ese Polifemo, tal cual os le ha pintado, el único
que recoge sus ovejas en la inmensa caverna y les exprime las
ubres; otros cien infandos Cíclopes, tan gigantescos y fieros
como él, habitan estas corvas playas y vagan por estos altos
montes. Ya por tercera vez se han llenado de luz los cuernos
de la luna desde que arrastro mi existencia por las selvas,
entre las desiertas guaridas de las fieras, observando desde
una roca cuándo asoman los gigantes Cíclopes, y temblando
al ruido de sus pisadas y de su voz. Los arbustos me dan un
miserable alimento de bayas y desabridas cerezas silvestres;
las yerbas me sustentan con sus raíces, que arranco con mi
mano. Atalayando estos contornos, descubrí vuestras naves,
que se dirigían a estas playas, y a ellas, fuesen de quien fue-
sen, resolví entregarme. Mi único afán es huir de esta mons-
truosa gente; ahora vosotros imponedme el género de
muerte que os plazca."
No bien había pronunciado estas palabras, cuando en la
cumbre de un monte vemos moverse entre su rebaño la
enorme mole del mismo pastor Polifemo, que se encaminaba
a las conocidas playas; monstruo horrendo, informe, colosal,

privado de la vista. Lleva en la mano un pino despojado de
sus ramas, en que apoya sus pasos, y le rodean sus lanudas
ovejas, su único deleite, consuelo también en su desgracia...
Luego que tocó las profundas olas y hubo penetrado en el
mar, lavó con sus aguas la sangre que chorreaba de su ojo
reventado, rechinándole los dientes de dolor; y avanzando
enseguida a la alta mar, aun no mojaban las olas su enhiesta
cintura. Temblando precipitamos la fuga, después de haber
acogido en nuestro bordo al griego suplicante, que bien lo
merecía; cortamos los cables en silencio, e inclinados sobre
los remos, a porfía barremos la mar. Oyonos él, y torció su
marcha hacia donde sonaba el ruido que hacíamos; mas co-
mo no le fuese dado alcanzarnos con su mano, ni pudiese
correr tan aprisa como las olas jónicas, levantó un inmenso
clamor, conque se estremecieron el ponto y todas las olas,
retembló en sus cimientos toda la tierra de Italia, y rugió el
Etna en sus huecas cavernas. Concitados por aquel ruido,
acuden los Cíclopes de las selvas y de los altos montes, y
precipitándose en tropel hacia el puerto, llenan las playas; en
ellas veíamos de pie y mirándonos en vano con feroces ojos,
a aquellos hermanos, hijos del Etna, cuyas altas frentes se
levantaban al firmamento. ¡Horrible compañía! tales se alzan
con sus excelsas copas las aéreas encina o los coníferos ci-
preses, en las altas selvas de Júpiter o en los bosques de Dia-
na. Aguijados por el miedo, maniobramos, atentos sólo a
precipitar la fuga, tendiendo las velas al viento favorable;
mas recordando los preceptos contrarios de Eleno, que nos
recomendaba evitar el rumbo entre Scila y Caribdis, como
muy peligroso, determinamos volver atrás, cuando he aquí
que empieza a soplar el Bóreas por el angosto promontorio
de Peloro, y nos impele más allá de las bocas del río Pantago,
formadas por peñas vivas del golfo de Megara y de la baja
isla de Tapso. Todas aquellas playas que de nuevo recorría,
nos iba enseñando Aqueménides, compañero del infeliz Uli-
ses.





Fragmento original das arpías



Fit sonitus spumante salo; iamque arva tenebant,
ardentisque oculos suffecti sanguine et igni,
sibila lambebant linguis vibrantibus ora.
Diffugimus visu exsangues: illi agmine certo
Laocoönta petunt; et primum parva duorum
corpora natorum serpens amplexus uterque
implicat, et miseros morsu depascitur artus;
post ipsum auxilio subeuntem ac tela ferentem
corripiunt, spirisque ligant ingentibus; et iam
bis medium amplexi, bis collo squamea circum
terga dati, superant capite et cervicibus altis.
Ille simul manibus tendit divellere nodos,
perfusus sanie vittas atroque veneno,
clamores simul horrendos ad sidera tollit:
quales mugitus, fugit cum saucius aram
taurus, et incertam excussit cervice securim.
At gemini lapsu delubra ad summa dracones
effugiunt saevaeque petunt Tritonidis arcem,
sub pedibusque deae clipeique sub orbe teguntur.
Tum vero tremefacta novus per pectora cunctis
insinuat pavor, et scelus expendisse merentem
Laocoönta ferunt, sacrum qui cuspide robur
laeserit, et tergo sceleratam intorserit hastam.
Ducendum ad sedes simulacrum orandaque divae
numina conclamant.
Dividimus muros et moenia pandimus urbis.
Accingunt omnes operi, pedibusque rotarum
subiciunt lapsus, et stuppea vincula collo
intendunt: scandit fatalis machina muros,
feta armis. Pueri circum innuptaeque puellae
sacra canunt, funemque manu contingere gaudent.
Illa subit, mediaeque minans inlabitur urbi.
O patria, O divom domus Ilium, et incluta bello
moenia Dardanidum, quater ipso in limine portae
substitit, atque utero sonitum quater arma dedere:
instamus tamen inmemores caecique furore,


Fragmento orixinal dos cíclopes

pauperemansissetque utinam fortuna!—profectus.
Hic me, dum trepidi crudelia limina linquunt,
inmemores socii vasto Cyclopis in antro
deseruere. Domus sanie dapibusque cruentis,
intus opaca, ingens; ipse arduus, altaque pulsat
sideraDi, talem terris avertite pestem!—
nec visu facilis nec dictu adfabilis ulli.
Visceribus miserorum et sanguine vescitur atro.
Vidi egomet, duo de numero cum corpora nostro
prensa manu magna, medio resupinus in antro,
frangeret ad saxum, sanieque aspersa natarent
limina; vidi atro cum membra fluentia tabo
manderet, et tepidi tremerent sub dentibus artus.
Haud impune quidem; nec talia passus Ulixes,
oblitusve sui est Ithacus discrimine tanto.
Nam simul expletus dapibus vinoque sepultus
cervicem inflexam posuit, iacuitque per antrum
immensus, saniem eructans et frusta cruento
per somnum commixta mero, nos magna precati
numina sortitique vices, una undique circum
fundimur, et telo lumen terebramus acuto,—
ingens, quod torva solum sub fronte latebat,
Argolici clipei aut Phoebeae lampadis instar,—
et tandem laeti sociorum ulciscimur umbras.
Sed fugite, O miseri, fugite, atque ab litore funem
rumpite.
Nam qualis quantusque cavo Polyphemus in antro
lanigeras claudit pecudes atque ubera pressat,
centum alii curva haec habitant ad litora volgo
infandi Cyclopes, et altis montibus errant.
Tertia iam lunae se cornua lumine complent,
cum vitam in silvis inter deserta ferarum
lustra domosque traho, vastosque ab rupe Cyclopas
prospicio, sonitumque pedum vocemque tremesco.
Victum infelicem, bacas lapidosaque corna,
dant rami et volsis pascunt radicibus herbae.
Omnia conlustrans, hanc primum ad litora classem
conspexi venientem. Huic me, quaecumque fuisset,
addixi: satis est gentem effugisse nefandam.
Vos animam hanc potius quocumque absumite leto.”
Vix ea fatus erat, summo cum monte videmus
ipsum inter pecudes vasta se mole moventem
pastorem Polyphemum et litora nota petentem,
monstrum horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptum.
Trunca manu pinus regit et vestigia firmat;
lanigerae comitantur ovesea sola voluptas
solamenque mali.
Postquam altos tetigit fluctus et ad aequora venit,
luminis effossi fluidum lavit inde cruorem,
dentibus infrendens gemitu, graditurque per aequor
iam medium, necdum fluctus latera ardua tinxit.
Nos procul inde fugam trepidi celerare, recepto
supplice sic merito, tacitique incidere funem;
vertimus et proni certantibus aequora remis.
Sensit, et ad sonitum vocis vestigia torsit;
verum ubi nulla datur dextra adfectare potestas,
nec potis Ionios fluctus aequare sequendo,
clamorem immensum tollit, quo pontus et omnes
contremuere undae, penitusque exterrita tellus
Italiae, curvisque immugiit Aetna cavernis.
At genus e silvis Cyclopum et montibus altis
excitum ruit ad portus et litora complent.
Cernimus adstantis nequiquam lumine torvo
Aetnaeos fratres, caelo capita alta ferentis,
concilium horrendum: quales cum vertice celso
aeriae quercus, aut coniferae cyparissi
constiterunt, silva alta Iovis, lucusve Dianae.

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